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Saturday, October 19, 2013


-¡Ja! ¡Ahora estamos hablando! ¡Ahora estamos en familia! Y ahora te puedo contar, antes que nada, las cosas de la mía, que a mí, como quien dice, me nacieron dos, según me creo. Y según se creyó él, fue mi primer padre un tal Gonzalo González y mi madre, según yo vi, fue Petra Pérez. Pero entre tantos muchachos tuvo que ella repartirse que terminamos diciéndole La Madre para evitarnos pleitos de propiedad intermamal. Y fue que un día y según lo que dicen que mamá sólo hay una y que seguramente no haya papa solitario, cada cual se la peleaba como suya hasta que, al fin, al fin, chillando unos, gruñendo otros, rebuznando el resto se formó tanto vocerío que ella interviene y nos grita a escobazos “Sea la madre de tos ustedes”.  Y así pensamos que era buen consejo ese y nos dijimos “puuuuessss, sea La Madre y no nuestra”. Y así se quedó.
 Y fíjate que fue lo contrario a lo que pasó conmigo que como yo nací azul, azul por falta de hierro, a dios gracias, el doctor me tomó por afixiado y que me entra a pescozones en el pecho que me lo deja colorado, y llega el tal Gonzalo de padre y que me ve y que le parezco un súper héroe de caricatura y que me pone Héroe por no ponerme Mejías o Avatar o Chu o Cresto que eran nombres que estaban bien de moda en ese momento. Y es que decían que ya rozaba el fin del mundo a falta de agua y almas y que eso quería decir que a cualquiera podía nacerle el redentor de to esto y como a mí padre eso le sonaba al mostro del apocalisi, que le tenía terrorismo porque había oído que muchos se habían vuelto locos de leerlo, me puso mejor Héroe, que por algo dizque era un bambalán de siete pares que se fundió la bombilla leyendo comics en calzoncillos y sudando la gota flaca, que nunca ni sudó ni pan ganó. Y cuando le dijo a La Madre la idea esa de lo de Héroe, ella que se ríe y dice “sí, éste va ser Nuestro Héroe”. Y después se pusieron de acuerdo en maldecirme con ese nombre, que de tan flaco, deshidratado, medio malparido y medio bien cesareado fue el chiste que a todos les dio más gracia en aquel momento y siguió dándole por mis pecados que pescaré luego, si es que todavía se peca en este mundo. 
Y pasó que a mi Gonzalo de padre según se le iba fundiendo el bombillo con cuanta bobería leía del reguero de comics que le había heredado un tío, decidió de entre todos los superhéroes imitar al hombre invisible. Y fruuu, ¿quién sabe cuántas hazañas se habrá tirado sin nadie verlo?, y menos que nadie yo, que por no decir verdad, me entristeció no tener que invertir ojos ni orejas ni narices en la fantasía de heroína de padre tan Gonzalo. Y no me faltó como quiera un Martín Martínez, un Rodrigo Rodríguez ni un Domingo Domínguez que de mí no se encargara, que entre tanta muchachería en casa de la madre de tos nosotros la pradera de padres terminaba confundida. Agarraban al primero que apareciera por la puerta y le trataban de poner un bombón o un sandwich o una paleta en la boca de parte de padre y como yo había salido el más averiguao de la hermandad, terminaba chupando los más bombones y mascando los más sandwiches. Esperaba que se asomara alguno de los padrones y que estiro el cuello por la puerta pa fuera, que saco la lengua yarda y media más allá que mis hermanucos y hasta que casi me esnuco no la vuelvo a meter en el estuche. Y a la verdad que el truquito le dio gracia a la fila de padres y más que otra cosa gusto, porque ya no tenían que estirar la mano para dar el dulce con semejante lengua a domicilio. Y es que hay padres por ahí que no se acuerdan que ellos también fueron hijos y, si se acuerdan, piensan que en los de ellos cobran toditas las padres cosas que no vieron ellos de niños. Y por eso mismo no fue de agua maravilla que después de un tiempo se cansaran y dejaran de traer dulces, porque disque se subió la dulzura al cielo, y allí andaran diabéticas las nubes que ni se animan a llorar. 
Y yo pues tampoco tuve tiempo pa llorar la dulzura que se me escapó de la lengua. Pasó que a la madre que me veía tan tan le sonó un tin tin en la cabeza y se le ocurrió que si sobresalía entre tanto hermano debía de destacarme donde quiera, que por tanto dulce ya no estaba tan flaco como mis hermanastros y hasta pasaba por de otro lado, gordito y colorado. Y que me pone en una disque escuela y yo que ahí sí que me acabo de acabar, pues ¿quién no termina primer entre peores, cuando lo bueno es lo malo y lo malo es lo mejor? Así fue que lo primero que noté al entrar en la dichosa escuela esa es que era escuela de jirafas, que yo, el más estirao de mis hermanos, parecía al lado de tos ellos pingüino por lo sin cuello y en lo de lengüilargo me ganaban por legua y media, que parecía que se las amolaban en las casas a machete. Y si no es por estos cascos mismos, jamás le habría encontrado el dulce a piña tan agria, que como muchos empecé a los puñetazos y acabé despuñetado, entre de cabezazos y acabé apenado, traté de asaltar y casi termino ensartado, y no fue hasta que vi que alante de cada calzoncillo no siempre había pantalones, que logré remediar el medio pocillo de vida que me habían dejado a fuerza de gargajos, patadas y coscorrones. Ya que han pasado sus añitos y que ha llovío y que falta tanto por llover, que es un decir, tengo que confesar que no culpo a mis escupidores, pateadores y coscorroneadores por sus maldades, porque a fin de cuentas ésa era la moraleja de arroz con habichuela que a capela uno tenía que mandarse. Y no bastaba más que un día pa que uno se fuera acostumbrando a la idea de guarecerse o causar guarecimiento. Y si no se lo figuran, oigan este trajín.
No hice más que llegar el primer día y caminar desde el patio hasta el pasillo del primer piso y cometí un error salivar, que desde el segundo piso se asomaron más rápidos que la peste más de quince sentinelas, quienes jugando a los franco gargajeadores me dejaron más pegajoso y ababado que límber de crema a medio chupar. No dejaban a cristiano sano ni a ateo sin persignar, que sus municiones no perdonaban ya no sólo a ingenuos primerizos como yo por aquellos días, sino también a maestros, conserjes, guardias y empleados misceláneos. Todos éramos iguales ante la saliva, que jamás se ha visto comunismo más justo en la repartición de gargajos. Yo me enojé tanto con la bienvenida flemática que, cegato, tiré cuanto cantazo pude contra las primeras sombras que vi entre tanta neblina. Me parecía estar peleando con gigantes, porque la baba me hacía de lupa en los dos ojos. Pero, al fin, cuando pude ver alguito, me fui calmando, que los gigantes, si no eran tan grandes, lo eran mucho más que yo y ya me tenían rodeado. Y me callo esta parte, por ahorrarle curitas a la memoria.
Y ahí sí que me di cuenta que los dichosos sentinelas de la baba acababan siendo angelitos del cielo bucal al lado de los colgados de pasillo, que eran unos tipos que me doblaban los años, la estatura y los bigotes. Éstos dichosos abanderados por efes de todas clases, tenían reino libre por todo lo que a los otros nos faltaba por echar parriba. Y lo peor era es que tenían montados club y asociación, que se reunían todos los días en pasillos designados donde formaban una fila a cada lado. Esperaban a que uno tuviera que pasar y cada cual buscaba la forma de destacarse encima del punching bag de tu persona. Tan diligentes eran en su encomienda que terminaba uno hecho saco de chichones. Para colmo de males había entre ellos siempre algún enano que te remataba pateándote del zipper pabajo. 
Pero debo decir que lo peor que viví aquel primer día de escuela no fue más que enfrentar la cría de las gallinas ponedoras. Y es que tenían una tradición de lanzamiento huevero contra los recién llegados, que uno terminaba más aclarado y eñemado que tortilla de record guiness. Yo, creyéndome listo, decidí unirme a un corillo de primerizos y hacer como los pescaos con los tiburones, únete y confudirás. Pero los pescaos siempre están bien coordinados y yo entre todos era el más pecilento, así que a la hora de esquivar los proyectiles hijos de gallina todos se movieron a coro y yo terminé en el medio sin coartada ni guarida. Los colgados y demás bambalanes que hasta en motora habían llegado enhuevados apreciaron mi protagonismo y no hubo ninguno que no me tirara una docena. Quedé triste y lloroso y al cabo furioso. Pero mirándome tan maltrecho entre las babas y cáscaras hueveras me sentí como pollo al que recién le rompen el cascarón y mira el mundo por primera vez y ve a alguien ya esperándolo con cuchillo y tenedor y hasta salero en mano del otro lado. Así que me dije espabila, que está la cosa mala y tú estás solo. Hoy por ti y mañana por ti. Y juré tomar venganza algún día. Pero enloque me apunté en la verdadera escuela, aquella dentro de la escuela putativa, y es la de las miserias, que siempre se aprende mejor a los bofetones que a fuerza de gotero. 
En un solo día me abrieron los ojos y me cerraron la calma. Y de una sola tirada me iniciaron en el oficio de la perse, que todavía es hoy que me sirvo de él con la cuchara grande en la apretada carretera de la vida. Y pasó que dentro de par de días no había gargajo ni coscorrón que me alcanzara y dentro de par de meses ya no había quien se salvara de los míos. Pero era cosa cansona consagrarte al gargajo y coscorrón y más si todavía te quedaba un remiendito de pena, que como yo las había pasado tan malas no me encantaba ver en otros el espejo de mis miserias. Por eso, no tuve mucho futuro en esos ejércitos y me ocupé más en ser truquero de a todos que palero de algunos. 
Y fue que con el tiempo que pasé entre colgados y sentinelas les vi la pata de que cojeaban. Y es que como estaban en lo más alto de la condena alimenticia ya habían desaprendido la desconfianza y se creían cualquier cosa que le dijeran. Del bochinche no se cuidaron y por el bochinche se fastidiaron. Que fui de lleva y trae de embustes hasta que sembre discordia entre ellos y paz en la tierra escolar para los chamacos de buena voluntad. Y fue de esta manera. 
Había entre los colgados uno al que le decían Agüelo por ser el mayor coleccionista de décadas entre ellos. Era el tal Agüelo espigado como bambúa, una ele minúscula de flaco, prócer por los bigotes, tostado más que sobaco de bruja, con mil cienpieses de cicatrices y con los puños más anestesiados por la rutina de romper crismas. Tenía siempre los tennis brillados, haciéndole juego un gallo de patitas bizoriocas en medallón de oro guindándole entre tetillas. Tenía más mal humor que el zumo de alcantarilla que se encontraba en aquella escuela por cada esquina. Y no soportaba sobrenombre, especialmente alguno de ave de agua. El gran amigote de esta antigualla era un tal Hernán que sin ser muy cortés se las echaba de conquistador, según él mismo chilló en la clase de Historia elemental, escupiéndole guiñás al maestro que le rió la gracia quizás más por miedo que por humor. Y es que el tal Hernán gozaba de la inmunidad que le daban los senior puños del Agüelo y había que reírle las boberías pa poder seguir sonriendo con los dientes. No había dejado a novia ajena tranquila, porque ellas acababan aceptando el junte que, en verdad, más les convenía en la condena alimenticia. Había compartido por deporte a todas menos una, que era la novia del Agüelo y era la nena más linda, sin ser la más lista, por decir poco, que la veía siempre al mediodía babeándose detrás del comedor mientras daba vueltas en su propia órbita con los ojos azules de embuste blancos. Quizás tenía vena de demente, digo yo. Y el tal Hernán ni la miraba, porque sabía que el Agüelo la celaba más que al brillo de sus tennis. Y así se llevaban más que bien los dos cangrimanes en pacto de jueyes machos y se compartían la batuta del ejército de colgados y sentinelas, que al cabo eran dos alas del mismo pajarraco. Y por un pajarito se fueron a pique. 
Pasó que yo, viendo las fichas que tenía, me aproveché y ¡capicú! Empiezo a secretearle cada dos días al Agüelo vidas y venturas de Hernán y a advertirle, fingiendo gran devoción, que el próximo coronado podía ser él, que no sé qué yo había visto raro detrás del comedor. El Agüelo no era tan tonto y al principio no me hacía caso y no pocos empujones me dió por boquiflojo, aunque a decir verdad no tan fuertes como quien no quería despacharme del todo. Así que ahí que le añado más sazón a la mezcla. Una semana después le pregunté, haciéndome el bobo, de qué era el medallón que llevaba guindando. Y él que me dice que él lo había mandado hacer en honor de su difunto gallo, campeón como él en peleas disparejas. Y yo que me pego y empiezo a mirar el gallo de cerquita, me tiro par de jums, bostezo par de nos, y al cabo chillo un Hernán es un embustero. Y ahí el Agüelo me pregunta por qué confundido, mordiendo el anzuelo derechito. Y ahí que le digo que las patitas del gallo tenían sus espuelitas bien puestas y que no parecían patas de pato na. Y el Agüelo se puso de mil colores y poco falto pa que me liquidara por ser mensajero de tan terrible plumaje. Pero contrario a su costumbre, se aguantó, no sin empezar a mirar mal de vez en cuando y a hablarle menos al tal Hernán y preguntarme más cosas a mí. 
Se fue ese día a su casa, donde las predicciones de su futuro coronamiento a manos de Hernán se adobaron con salsa de patas de pato y de repente todo se mostró claro ante sus ojos, menos el embuste. Al otro día, me preguntaba ya si había vuelto a ver las cosas raras de las que le había hablado detrás del comedor y yo le respondí que no había vuelto a pasar por allí, pero que me haría mis averiguaciones. Mientras tanto, Hernán estaba desesperado, intentando adivinar qué le pasaba al Agüelo con él. Como me veía ahora hecho el nuevo confesor de su excamarada, me preguntó a mí sin sospechar que abría un saco de trampa. Yo le contesté bajito y humilde como quien quería conciliar a tan buenos amigos que no sabía por qué Agüelo se había ofendido, quizás porque él un día le piso las tennis y se las dejó con una mancha que no le salía, y de repente no quería ni verle la cara. Hernán que sí que era bobo pensó que era cierto tan flaco embeleco y me pidió consejo con ojos de cordero degollado. Yo le dije que le pidiera a nuestra señora la Agüela, que así le decían a la novia de su masculino, oportuna intercesión porque disque ella era a quién único el Agüelo le hacía caso. Ni corto ni sospechoso, él que le manda a ella recado conmigo. Yo que vuelvo rápido con la respuesta, que al cabo yo era remitente y recipiente. Y le digo que la Agüela lo iba a esperar al mediodía detrás del comedor. 
En la clase que cogíamos juntos antes del almuerzo lo veía sudando, jincho, jincho, y mirándonos como recién nacido como que era la primera vez que no la cortaba. Cuando sonó el timbre casi se desmaya en un suspiro y algo más. Lo seguí sin que se diera cuenta, mientras cojeaba resoplando hacia su destino. Ya la Agüela estaba en su órbita, que hasta cortaba la clase antes pa curarse del exceso de baba. Hernán que, al parecer nunca la había visto en tales trotes, quizás pensó que tenía un bajón de azúcar y la agarró impidiéndole completar su órbita, porque quien no la hubiera visto antes habría jurado que estaba a punto de darse contra el piso. Así las cosas, corrí, llegué y chotié. Con las alas del embuste, el Agüelo corrió entonces hasta detrás del comedor. Vió a la una en los brazos del otro. Se calló. Y se fue apretando los puños y por más que apretó los párpados como quiera le parieron un par de lágrimas. Me dio un poco de lástima verlo con tan triste figura, pero ya los daños estaban hechos, el que me hicieron y el que devolví. No había remedio como nunca lo hay de las cosas pasadas. ¡Si sólo nos retoñara el alma quizás nos quedaran por lo menos las cachispas del remordimiento! Pero mejor le doy, que ya perezco porque parezco.
 Al rato, decía, se acercó el Agüelo a Hernán, que ya se había quitado de tratar de hablarle y de hacer hablar a la chica planeta, y que le zampa tremendo bofetón que lo deja también hecho estrella. Pero lo raro fue que Hernán sacó guille de yo no sé dónde y más que nada fuerza y que le cosquillea patrás la cara al Agüelo. Se declararon guerra de tres de la tarde, que es el peor campo, la peor hora, y la peor predicción de batalla en aquellas partes. Fueron a las clases, que siempre antes de pelear lo tenían por costumbre, pa ir regando la voz y haciendo bulto en sus corillos. Se formaron dos bandos de sentinelas y colgados cada cual apoyando a uno de los generales. Sonaron las tres. Salieron los dos. Se juntaron los muchos. Se miraron mal por un rato, por eso de estartear los ánimos. No sé quién dió el primer cantazo, pero en un segundo se llenó la calle de puños, patadas, mordidas y no pocos gargajos. Sangre y dientes no faltaban y hasta las cunetas se pusieron doradas por todos los binblines que salieron volando de los cuellos a fuerza de galletas. Con tanta galleta, yo puse la mantequilla. Tan distraídos quedaron, que no se dieron cuenta que yo ya llevaba la olla del duende debajo del sobaco que hasta me parecía ver un arcoiris. Me fui con todo aquel binblineo calle corriendo a mi casa, que no me convenía estar allí esperando el pateco. 
Mientras corría, escuché como se acercaban las patrullas de la policía con las sirenas rubias y gordas que siempre mandaban con escopeta a traer la paz a las guerras de las tres. Y vi como los ejércitos se separaron, porque me pasaron por el lado gritando agua y metralleta. Llegué a casa. Le di no poca parte de la olla de duende a la Madre a quien nunca después de aquello vi más orgullosa que hasta me llamó mijo y me cocinó un pote de chef boyardee. Yo estaba que explotaba de contento, porque todo me había salido a pedir de bemba. Al otro día, ninguno de los bambalanes se miraban a la cara y por meses pudimos todos los de más abajo en la condena alimenticia vivir en paz. Pero, como todo happy ending en este mundo menos nice que verdadero, el embeleco terminó a medio pocillo. Y de eso te voy a contar después, que por ahí viene el chofer de la guagua y quizás le queda un dedalito de alma todavía y se compadece de nosotros, que llevamos esperando ya buen rato.
-¿No hay quién flete?

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